domingo, 4 de diciembre de 2011

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Mis ojos aletean como peces lanzados de súbito fuera del agua, fuera del mar u océano, cayendo frente a las botas del pescador, manchadas con vísceras rosadas, recién pestilentes. O imagino, más bien,  que mis ojos  caen río  abajo, sin susto, abriendo las manos, soltándose de una soga invisible que parte de un recuerdo muy difuso y paradojalmente cercano en el tiempo. La soga que imagino es blanca, espumosa,  y mis ojos son degollados por la sal que viene de una lengua tenebrosa, como si fueran introducidos en  aceite casi hirviendo, saltando y muriendo, cocinándose, en rigor, friéndose. Todo aquello que nace, nace para saltar y luego morir. La sensación que me persigue es parecida a esa que tiene un sadomasoquista: estar haciendo el amor con una capucha negra en la cara, con dos pequeños orificios por donde parece que se quieren escapar mis ojos, sentirme embestido una y otra vez, sin posibilidades de negación, de enojo o alguna violencia liberadora (¿La violencia es liberadora?), sentir una mano en mi cuello, suave, detenida en "la manzana de adán", concentrándose con un sólo dedo, que gira, como si me quisiera excitar. Oír de pronto <<es mía>>, sentir dolor, como si me picasen de forma caliente, ver  sangre, muchísima, sin ninguna sensación heroica.

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